viernes, 2 de noviembre de 2012

HETALIA (GerIta)

Aprovecho esta parte del blog para publicar un fic (oneshot) sobre Hetalia, dedicado especialmente a mi amiga @Wengermina, que es una gran fan de Hetalia, y seguro que la gustará.

Aquella pesada puerta chirrió al abrirse. El general Ludwig empujó al joven y débil Feliciano al interior de la sombría y húmeda mazmorra, cayendo al suelo, cansado y jadeante. Con mirada altiva, le lanza con desprecio aquel trozo de tela que a la vez le servía de único abrigo al joven prisionero. Feliciano apenas podía moverse, tenía la suficiente fuerza para extender su brazo, con amagos de querer avanzar, arrastrándose, pero no podía. La túnica que le lanzó el general cayó sobre él. Feliciano lo toma con la otra mano, como tratando de taparse con ella. Ludwig le observa, arrogante, durante unos instantes, antes de cerrar la puerta con un gran golpe. Se asoma a la ventana de la puerta. La luz de las teas del pasillo apenas alumbraban el interior lóbrego de la prisión del joven cautivo, el cuál, logra volverse y mirarle, con ojos piadosos. Ludwig gira el rostro, apático, y se marcha.

No sabía por qué, pero no podía reprimirse. Había tenido multitud de esclavos, y a todos los había tratado de igual forma (lo que explicaba la muerte de tres de ellos de manera involuntaria, aparte de otros dos que se suicidaron). Él realmente era una persona buena, que mostraba su ira y sadismo en el campo de batalla, pero era ver al esclavo de turno postrado ante él y poseerle el mismo ansia y descontrol que en el campo de batalla. Pero con Feliciano, con aquel pobre muchacho... Con él era diferente. Mientras estaba con él, siempre se apodera de sí mismo el mismo poder que en el campo de batalla, pero luego, cuando lo devolvía a su cárcel, le invadía un sentimiento extraño, una sensación de malestar general que le llegó a producir varias noches de insomnio. Esa sensación era lo que oyó mencionar alguna vez como remordimientos o conciencia.

Ludwig tenía ya por costumbre abusar de sus esclavos antes de irse a dormir, pero si ganaba la batalla en la que se presentaba, toda la soberbia resultante le conquistaba y hacía aumentar su sadismo hasta cotas increíbles (aún recordaba al esclavo anterior, suplicando por su vida y luchando por sobrevivir antes de exhalar su último aliento entre sus manos), pero era peor cuando perdía, desahogándose en el esclavo de turno. Pero era una fuerza que le sobrepasaba, un sentimiento del que era incapaz de dominar; es más, siempre le dominaba a él. Era ver el terror en los ojos del esclavo y sentirse superior, gigante, con poder de hacerle cualquier cosa al prisionero de turno. Era ver en los ojos de su pasivo un sentimiento de inferioridad extrema y sentirse como un dios. Le excitaba sobremanera que suplicaran, le hacía creerse invencible. Pero Feliciano...

Aún recuerda el día que lo conoció y le hizo su esclavo. Entraron a arrasar aquel poblado etrusco para expandir el poder del Imperio. Todos sus pobladores huían, algunos les hicieron frente, pero ellos acabaron por aniquilarlos. Cuando Ludwig finalmente se apeó de su caballo cuando acabó todo, se dispuso a investigar las casas de la aldea, pero mientras investigaba en una de ellas, notó cómo algo le atravesaba el cuerpo. Y el alma. Su quejido hizo que entrara un par de sus soldados, con las espadas desenvainadas. Ludwig se dio la vuelta y le vio. Su primera reacción fue darle una bofetada con el dorso de su mano, haciendo que su atacante cayera al suelo, de espaldas. Los dos soldados iban a darle el golpe de gracia con las espadas, pero Ludwig les detuvo a tiempo con una orden de voz. Los dos soldados se detienen y se giran hacia su superior, quien trata de ver su costado. Un pequeño reguero de sangre emanaba de su costado. Ludwig observó al joven que le había herido, aún con la daga con la que le hirió en la mano. Un sentimiento de ira sin igual le invadió y a punto estuvo de darle él mismo la estocada fatal, pero el terror que salía de los ojos de su atacante le hizo detenerse. Él jamás había cedido ante la súplica de su enemigo, pero aquel joven... con ese muchacho era diferente. Y le tomó como su nuevo esclavo.

Aquella misma noche pidió que se lo presetaran en su tienda. Cuando el soldado se lo llevó, lo tiró despectivamente ante el general, haciendo que el joven se postrara.

- ¿Cómo te llamas?,- recibió la callada por respuesta.

- ¡El general te ha dicho que cómo te llamas!,- el soldado le amenaza con la espada. A un gesto de Ludwig, el soldado envaina.

- Dejadnos solos,- cuando la tienda queda despejada, Ludwig insiste en su pregunta -. ¿Cómo te llamas, joven?

- Fe... Feliciano,- tartamudea el joven, con un hilo de voz.

- Esta mañana me heriste. ¿Sabes lo que eso significa?

- Que debí haber usado aquella daga para darme muerte a mí y no a ti.

- No. Significa que tienes mucho valor, muchacho. Es la primera vez que alguien me hiere sin ser soldado enemigo. Porque no eres soldado, ¿verdad?,- el joven gira el rostro -. Dime, ¿qué edad tienes?

- Dieciocho años...

- ¿Y con esa edad no eres soldado?

- Nosotros éramos una aldea pacífica. No necesitábamos de soldados ni armas.

- ¿Y qué hacéis si os atacaban?

- Huir,- ante esa rotunda respuesta, Ludwig se queda sin palabras, recostándose sobre su silla, mesándose su incipiente barba -. ¿Por qué me habéis dejado vivo?,- Ludwig se sorprende -. ¿Por qué no acabasteis conmigo, con mi vida y mi sufrimiento, cuando os herí?

- Porque necesito un esclavo.- Feliciano le mira fijamente, sorprendido. Ludwig se levanta de su asiento y se dirige lentamente hasta el joven, que sigue postrado. Ludwig se arrodilla ante él -. Dime, ¿tienes hambre?,- le pregunta mientras le presenta una manzana. Feliciano se apodera de ella y se la come apresuradamente. Ludwig sonríe -. Me hiciste una buena herida, ¿sabes?,- le dice mientras se quita la coraza y le enseña la cicatriz de su costado -. Tuviste mucho valor, no sólo para herirme, sino también para clavarme toda la daga. La herida es profunda. ¿Sabes que con ese valor y ese coraje que tuviste puedes formar parte de mi ejército?

- No... no me gustan las guerras,- Feliciano baja la mirada. Ludwig posa su mano en la barbilla del joven, haciéndole levantar el rostro.

- No me refería a ese ejército,- responde Ludwig, susurrante, mientras se acerca al rostro del joven para besarle suavemente.

- ¿Qué hacéis?,- responde Feliciano, apartándose.

- Ésta es tu penitencia por herirme,- y le vuelve a besar, esta vez, profundamente. Feliciano trata de separarse, pero Ludwig le agarra fuertemente de los brazos. Ludwig le arranca ferozmente su camisa, haciéndola trizas. El joven y laso torso de Feliciano temblaba jadeando, reluciendo por el sudor que comenzaba a emanar de él. El terror que asomaba en su mirada hacía aumentar el deseo del general, quien, incontrolablemente, comenzó a saborear salvajemente el cuello del muchacho, quien pretendía deshacerse de él, pero era imposible. Ludwig le quita las calzas, dejando ver el incipiente vello en el que trataba de ocultarse, en vano, el miembro del muchacho. Ludwig toma al joven de las piernas, alzándolas y apoyándolas sobre sus hombros al tiempo que levantaba el faldón de su traje militar y se acoplaba al cuerpo del muchacho. Los dos soldados que guardaban la entrada exterior de la tienda del general sonreían con cierto halo sádico como respuesta a los alaridos suplicantes de Feliciano, gritos por el dolor y los envites del general.

La vergüenza en las mejillas del joven esclavo, los gimientes jadeos del joven, los tímidos músculos que luchaban por hacerse notar en el vientre de Feliciano, el sudor envolviendo en un halo de brillo exótico su pálido cuerpo, la calidez de su virginal ano... Todo hacía que Ludwig cada vez se excitara más y llegara al límite del sadismo con él. Cada imploración, cada lágrima de Feliciano le hacía elevarse más y más hasta llegar a creerse un dios, un dios que, con un sólo gesto, podría quitarle la vida.

Pero no. Feliciano era diferente. No era como los demás esclavos que tuvo. Con Feliciano... se había enamorado. Notando cercano el cúlmen del acto, le tomó del rostro y le oblogaba a abrir los ojos. Feliciano movía el rostro, negando, como creyendo que todo lo que estaba pasando no era más que una horrible y larga pesadilla de la que desea despertar.

- Mírame... ¡Mírame!

Asustado, Feliciano se calma y, lentamente, abre los ojos, mirándole aterrado.

- Eso es, eso es...,- murmuraba el general -. No cierres los ojos. No los cierres.

Los sensuales movimientos de Ludwig poco a poco tornábanse más lentos, hasta que, con un gemido orgásmico, se detiene, inclinando su cabeza hacia atrás, para luego caer pesadamente sobre el cuerpo del joven, soportando el peso de su cuerpo en sus fornidos brazos, apoyando las manos en el suelo, a ambos lados del cuerpo de Feliciano, a pocos centímetros de su rostro, exhalando su cálido aliento en su cuello. Pesadamente se separa del aterrado cuerpo del joven y se acerca a su silla, arrastrándose cansado y vencido, mientras llama a los soldados que guardan la entrada de la tienda, casi sin voz.

- Lleváoslo y vigiladle. Y darle algo de ropa. Mañana nos lo llevamos a Roma.

Los dos soldados toman al joven Feliciano, hecho un ovillo de temblores y lágrimas, mientras Ludwig reposa y recupera el aliento, sentándose pesadamente en su asiento.

Y de aquello ya habían transcurrido varias semanas.

Desde entonces, suele bajar a la cárcel donde celosamente lo guarda única y exclusivamente para su disfrute. A veces simplemente baja para verle y observarle. Durante horas y horas. Incluso llegó a cruzar algunas palabras, pero Feliciano jamás le respondía. Se escondía en la esquina más sombría para que no le viera. Trataba de acercarle a la luz mostrándole comida para que se acercara. Alguna vez lo consiguió, pero Feliciano, con excelentes reflejos felinos, atrapaba para sí la comida y volvía a su lógrebo escondite a devorar con ansia el alimento.

Con escenas como estas, Ludwig se sentía mal, no conseguía dormir por las noches. Trataba de hacer que su esclavo dejara de temerle, pero era imposible. Prácticamente todos los días le mandaba llamar para violarle, era algo fuera de él, un sentimiento que se apoderaba de todo su ser cada vez que le veía, pero no podía reprimirse. Y se lamentaba de que Feliciano jamás dejara de temerle. Y aquello, por otra parte, le gustaba. Le hacía sentirse como un dios. Y como general del Gran Imperio Romano era algo que ansiaba.



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