sábado, 17 de marzo de 2012

CAPITULO 5

Zoro ocultaba su tristeza entre sus brazos y sus rodillas. Acurrucado tras un árbol, oía el discurso de su amigo. Quería dejar de sufrir y por eso no paraba de repetir en su cabeza "Cállate". La ira se adueñaba de él. Quiso levantarse e ir junto a Sanji para cortarle la cabeza con su afilada katana, pero no era más que su imaginación. Él jamás se atrevería a herir a algún conocido. No. Él ha cambiado por completo, y ya no mata por placer o por dinero, sino para ayudar a su capitán a ser el Rey de los Piratas. No sabe por qué, pero aquel joven que le salvó la vida marcó un antes y un después en su vida. Un después muy importante para él, ya que luego conocería a Sanji, aquel cocinero pervertido, siempre detrás de las mujeres. No lo había sabido hasta mucho después, pero necesitaba a aquel muchacho rubio. Lo necesitaba para poder desquitarse. Sus eternas horas de gimnasio no eran suficientes para canalizar toda su irascibilidad, y necesitaba pelearse con alguien. Luffy quedaba descartado, ya que, como buen samurai, le respetaba, pues era su superior, y rebelarse contra él era señal de deshonra.


Cuando Sanji se incorporó a aquella incipiente tripulación, pronto vio que los dos tenían más en común de lo que creía. Sanji también necesitaba desquitarse, pues era de su misma edad, y el fuego que invadía sus cuerpos tenían que librarse de él prácticamente todos los días. Así se forjó una amistad que duraría toda la vida. Pero su visión de aquella relación evolucionó de tal formó que llegó a ser totalmente diferente a la visión de Sanji. El cocinero lo veía como una fraternidad, Zoro era como el hermano que nunca tuvo. El concepto de Zoro iba más allá. Y se sorprendió varias veces al darse cuenta de que veía a su amigo con otros ojos. Y aquel descubrimiento era el que le amargaría todo este tiempo. Y cuando Sanji y Nami formalizaron su relación, el odio y los celos invadieron su ser. Celos hacia Nami. Odio hacia sí mismo. Odio por no haber sido más valiente y haberle confesado sus sentimientos. Pero era su amigo, no soportaba que esa amistad se rompiera por aquello. Quería tenerle cerca, oírle, hablarle, olerle, sentirle. Y Zoro comenzó a imaginar. Cada vez que Sanji cocinaba, Zoro cerraba los ojos y se imaginaba que aquellos aromas los desprendía la piel de Sanji. Llegó a creer que Sanji olía a romero, canela y azafrán, que sus besos sabían a leche, miel y fresas, que su cuerpo era suave como la piel del melocotón. Incluso alguna vez llegó a ver a Sanji como si de un cuadro de Archimboldo se tratase.




Angustiado por esos recuerdos, por ese sentimiento y por ese futuro que tantas y tantas veces se imaginó y que nunca llegaría a realizarse, toma la katana entre sus manos, la observa, entre asustado y decidido, coloca la punta en su vientre y, derramando una lágrima, aprieta sus manos contra el puño de la espada.

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