- ¡Esto es increíble!
El grito de Nami le heló la sangre a Zoro. Sanji se vuelve, sorprendido. Nami avanzaba hasta ellos enojada.
- ¡Na... Nami!,- Sanji se levanta aparatosamente -. ¡Cielo! ¿Qué te pasa?
- ¿Que qué me pasa, dices?,- Nami llega hasta su marido -. ¡Que esto es lo peor que me podría pasar!
- Ve.. verás, Namicita... Yo... Zoro...
- ¿Qué Zoro ni qué ocho cuartos? ¡El tesoro! ¡No lo encuentro por ningún lado!,- Nami se sienta en la hierba, enojada, abrazada a sus rodillas.
- El tesoro...,- piensa Zoro, suspirando aliviado.
- ¿El... el tesoro?
- Sí,- Nami fijó su mirada de basilisco en el horizonte -. He seguido todas las indicaciones al pie de la letra, y no he encontrado nada.
- Bueno, cariño,- Sanji se arrodilla a su lado, acariciándola la mano -. Ya sabías desde el principio que era una leyenda, y que tenía muchas posibilidades de ser mentira. ¿Qué tal si nos vamos al barco ya?,- Sanji se levanta y tira de su brazo para que se levante.
- No. Me quiero quedar aquí,- Nami comenzó a volver a la época en que tenía diez años.
- Venga, Nami-chan, no seas niña... Si te vienes al barco, te cocino una tarta.
A regañadientes, Nami acepta la oferta y se encamina junto con Sanji a volver al barco.
- Zoro, ¿vienes?,- pregunta Sanji.
- Id vosotros. Yo quiero quedarme un poco más.
Sanji se acerca a su amigo.
- Zoro,- le susurra -. No irás otra vez a...
Zoro le mira. Sus rostros estaban muy cerca. Tanto que él mismo podría besarle si quisiera.
- Tranquilo,- le responde el samurai -. Tan sólo quiero quedarme un rato a solas. Para pensar.
- De acuerdo,- contesta Sanji -. Pero me las llevo,- y toma las katanas de su amigo para sí.
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