sábado, 8 de septiembre de 2012

CAPITULO 31

Aquella mañana amaneció como cualquier otro día. Los pájaros comenzaban a despertar con sus cánticos, el sol ya despuntaba por el horizonte, y el joven Zoro, quien ese día cumplía ya los 12 años, se ponía rumbo al dojo. Pero no estaba tan feliz como otros días. Ir a esas clases le animaba mucho, era por lo que vivía, pero esa mañana su paso era más lento, más apesadumbrado. Su rostro, antes altivo y feliz, decaía triste y aciago.

- ¡Zoro!,- le llamaba una dulce voz -. ¿Estás sordo o qué? ¡Zoro!

- ¡Ah! Hola, Kuina.

La joven hija del sensei acudió a su lado a todo correr.

- Feliz cumpleaños...,- le responde tímidamente. Zoro seguía con la vista al suelo -. ¿Te pasa algo hoy, Roronoa?

- No... no es nada...

¿Cómo decirle que él...?

- Bah, no te preocupes. Ayer estuviste a puntito, a puntito de derrotarme. Hoy seguro que lo consigues,- y le abraza por los hombros, dicharachera. La muchacha seguía parloteando sobre lo hermoso y florido que estaba ya el cerezo del dojo, pero Zoro seguía sumido en sus pensamientos. ¿Por qué? Esa pregunta le atormentaba la mente. ¿Por qué él? Además, sin avisar. Fue algo que ocurrió de la noche a la mañana. Se pasó varios minutos delante del espejo, observándose detalladamente. No había cambiado, pero se sentía diferente. Era diferente. Hasta estudió su rostro, sus ojos, su lengua, por si hubiera enfermado, pero estaba todo perfectamente sano. Entonces, ¿por qué...?

- Buenos días,- responde Kuina, tras abrir la puerta del dojo, reverenciándose servicialmente.

- Buenos días, Kuina. Zoro,- responde el sensei, con el rostro alegre -. ¿Zoro?,- el maestro miraba al joven sorprendido tras sus gafas.

- ¡Oh! Bu... buendos días, sensei...,- responde el joven tartamueando.

- Chicos, id a prepararos. Empezaremos en breve.

Los dos jóvenes entran en el dojo y se adelantan hasta dos puertas al fondo. Kuina abre una de ellas.

- Nos vemos en un momento,- responde guiñándole un ojo al tiempo que entra y cierra la puerta.

Zoro se queda inmóvil delante de la otra puerta. No se atreve a moverse. Tiene miedo. Una gota de sudor frío recorre su espinazo.

- ¿Qué haces ahí parado?,- el maestro está a su lado -. Entra y no remolonées,- responde abriendo la puerta por él. Ante él aparece un cuarto. Varios jóvenes de su edad estaban dentro, cambiándose de ropa. Zoro entra, empujado por el sensei.

- ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Si es el cabeza de alga!,- exclama una voz, seguida de un estruendoso estallido de risas.

- Ya vale, Ranyo.

Zoro acude, sin hacerle caso, hasta un pequeño rincón. Allí, en un banco delante de él deja un pequeño hatillo formado por su katana de madera de la que pendía, por un extremo, un hatillo, el cual abre y descubre algo de ropa. Zoro se cambia en silencio mientras sus compañeros siguen hablando entre ellos con gran volumen de voz.



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