sábado, 20 de octubre de 2012

20-10-2012

No sé cuánto llevo aquí encerrado. Puede que sean días, semanas, o meses. Siento mi rostro cubierto por una ya mullida capa de vello. Mi barbilla está debajo de todo ese pelo oscuro, y me labio pronto desaparecerá debajo de ese bigote que tanto se empeña en crecer. Debí de haber contado los días nada más entrar, pero, ¿con qué iba a apuntarlo? ¿Y dónde?

Antes de nada, dejadme que me presente. Mi nombre es Sanji, tengo veintidós... diecisiete años. Perdonadme, la costumbre ya. Llevo tanto tiempo concienciándome de que tengo más edad de la real que ya hasta yo mismo me lo creo. Tengo diecisiete años, pero mentí para enrolarme en esta guerra, pero, dadas las circunstancias actuales, casi mejor que hubiera dicho la verdad. Durante las últimas semanas, el batallón al que fui asignado planeó y luchó ferozmente para conseguir conquistar un importante enclave, pero finalmente fuimos masacrados por el enemigo. Yo fui el único superviviente. Aquella bomba que cayó a pocos metros de mí me hizo caer a tierra desmayado por su fuerza. Cuando quise recobrar la conciencia, vi a todo el ejército enemigo rodeándome, como si se estuvieran confirmando entre ellos si estaba muerto. Debí de haber seguido haciéndome el muerto, seguro que habría pasado desapercibido y huir libre, pero cuando me vieron abrir los ojos, me tomaron como su rehén. Y así es cómo he acabado en esta oscura y fría celda de piedra. Al menos fueron humanitarios y me dejaron el abrigo para abrigarme por las noches.

¿Saldré alguna vez de aquí? ¿Quién sabe? ¿Me dejarán libre? ¿Me dejarán vivir? Ni sí ni no, sino todo lo contrario. En esta maldita guerra, o matas o te matan. He pensado muchas veces planes para salir de aquí: por la ventana es imposible: está muy alta, es muy pequeña y me costaría Dios y ayuda quitar esos barrotes. Cavar un túnel también queda descartado: no tengo material y el suelo sólo es arenoso en la superficie, debajo es todo roca. Sólo me queda la puerta de la celda, pero tengo siempre a alguien vigilando. Desde el primer día me han asignado a un muchacho como carcelero. Creo que debe de tener la misma edad que yo, pero su semblante siempre es serio, y su mirada a veces me produce cierto pánico. Lo más extraño es que su cabello en verde. Nunca habla, tan sólo asiente cuando algún superior se dirige a él. Yo tampoco he cruzado palabra alguna con él. De vez en cuando me dedica algún gruñido cuando llega la comida, pero poco más. ¿Qué he dicho? ¿Hablar con él? ¡Si hablamos idiomas distintos, no nos íbamos a entender!

No sé ni cómo sigo aún cuerdo después de todo este tiempo encerrado. Gracias que cada noche, antes de dormir, me saco de una de mis botas la foto de mis padres. Espero que estén bien y no les haya pasado nada. Las últimas noticias que tuve era que un regimiento enemigo estaba ya a pocos kilómetros de nuestra ciudad. Espero y deseo que estén bien, que hayan huido y se encuentren a salvo...

- ¡Eh, tú! ¿Qué tienes ahí?

Una cavernosa voz suena a mi espalda. ¿Quién podrá ser? Sólo está mi carcelero, pero no puede ser él. Él no habla mi idioma.

- ¿No me has oído? ¡Enséñamelo!

El fuerte tintineo de las rejas de mi cárcel me hace volverme. Efectivamente, es él.

- ¿Qué escondes?

- ¿Yo? Na... nada.

- Enséñamelo. ¡Que me lo enseñes te digo!

Invadido por el miedo, se lo enseño.

- Es... es una foto de mis padres... Es lo único que me queda de ellos. Por favor, te lo suplico, no me lo requises. Podéis ensañaros conmigo todo lo que queráis, matadme ya, pero, por el amor de Dios, no me quitéis esta foto.

Espero que las lágrimas que brotan de mis ojos le reblandezca el corazón.

- ¿Tus padres?

La repentina calma en su voz me calma. Se pone de cuclillas delante de la verja. Se echa mano al bolsillo de detrás de su pantalón, sacando una pequeña billetera. De su interior asoma una foto. Invadido por la curiosidad, me acerco.

- Yo también llevo mucho sin ver a mi familia.

Me enseña su foto. Reconozco a mi carcelero, algo más joven, junto a un matrimonio mayor (supongo que sus padres) y un muchacho más pequeño (su hermano quizá).

- ¿Tus padres y tu hermano?

Me contesta con una sonrisa amargada por una lágrima.

- A mi hermano le mataron hace meses, al inicio de la contienda. Mis padres huyeron al norte, para coger un barco que les llevará al otro lado de la frontera.

Tras unos instantes contemplando la foto, me pregunta:

- ¿Cómo te llamas?

- Sanji.

- Yo me llamo Zoro. ¿Qué edad tienes?

- Veintidós.

- ¿Según tu partida de nacimiento o según tu ficha militar?

Esa pregunta me hace sonreír sonrojado.

- Según mi ficha militar. Mi edad real son diecisiete.

- Igual que yo,- sonríe -. ¿Por qué nos hemos alistado? ¿Por qué este afán de querer estar en una guerra, llena de sangre, balas y muerte?

- Quizá porque somos muy jóvenes y es fácil amoldarnos el cerebro con el amor patrio.

- Yo era feliz jugando por las tardes en la calle con mis amigos, estando con mi familia, visitando a mi abuelo...

Vuelve a caer en la llorera. De repente, un sentimiento irrefrenable me invade. Un sentimiento de querer abrazarle y consolarle, pero la maldita verja me lo impide. Sólo consigo sacar mi mano y acariciarle la nuca. Él levanta la vista y la fija en mí. Tras unos instantes mirándonos a los ojos, él se levanta, hurga en su llavero torpemente hasta dar con la llave que abre la puerta de mi celda. De repente, se abalanza sobre mí, abrazándome fuertemente y empapando mi abrigo con sus penas. Yo le devuelvo el abrazo. Tras unos instantes, él levanta el rostro y nos volvemos a mirar fijamente. Y sin saber cómo ni por qué, lentamente nos acercamos hasta besarnos profundamente. Al principio nos abandonamos a la recreación en aquella nueva sensación para los dos, pero pronto nos sumergimos en la pasión. Torpemente nos desvestimos mutuamente y acabamos por el frío y áspero suelo de mi celda. Sus manos, de cierta aspereza, acarician mi espalda, erizando mi piel de placer. Su cuerpo es muy duro y áspero, con los músculos muy resaltados. En cambio, yo, bueno, digamos que no soy tan fornido como él. Nos pasamos todo el rato peleando por ver quién dominaba a quién, batallando con nuestras lenguas, haciendo que nuestros jadeos se materialicen en cálido vapor. En un pequeño despiste mío, él toma el liderazgo, alzándome las piernas e inclinándolas sobre mí mismo. Y él, con cierto ímpetu, consigue profanar el único punto de mi cuerpo que permanecía sagrado.

Aquel dolor, ese placentero dolor me hace evadirme de aquella celda, de aquella guerra y de mi cuerpo. En ese momento sólo somos él y yo. Zoro y Sanji. Sus jadeos e incipientes sudores me llevan al éxtasis. Se abraza a mí, manteniéndome hecho un ovillo, regalándome besos y caricias en mi rostro y cuello. Yo le abrazo con fuerza, presionando mis uñas en su espalda, a modo de que supiera cuánta fuerza está empleando en sus envites.

De repente, se incorpora y, sin pausa, toma entre sus manos mi miembro y comienza a acariciarlo, llevándome al límite del desmayo orgásmico. Cuando estoy a punto de desmayarme a punto de alcanzar el clímax, Zoro cae pesadamente sobre mí, jadeante y sudoroso. Su cálido aliento eriza la piel de mi cuello y, con gran esfuerzo, se separa de mí, yaciendo a mi lado. Yo me vuelvo para verle. Él tiene fijada su mirada en el techo. El sudor le da un brillo sensual a su cuerpo, haciéndome desearle otra vez. Me incorporo para abrazarle, pero él me detiene con un gesto de su brazo. Cuando recupera el aliento, me vuelve a tumbar en el suelo, y comienza a besarme en los labios, marcando seguidamente una ruta por mi cuerpo hasta llegar a mi miembro, continuando con ayuda de su boca lo que su orgasmo interrumpió antes con sus manos.

Pasamos el resto de la noche abrazados, desnudos, con la única cobertura de mi abrigo. Estuvimos mirándonos a los ojos, perdidos el uno en el otro, tratando de atrapar el reflejo que la luna dibuja en nuestras pupilas. Zoro acaba por romper el silencio mágico que nos envuelve.

- Eres libre,- me responde aguantando las lágrimas.

- Pero...

- Vete. Tú tienes familia, como yo. No quiero que nadie sufra como yo he sufrido. Adelante.

- Pero, yo no me quiero ir. ¡Ya no quiero!,- le respondo, con cierto enfado -. No sin ti.

- No es posible. Somos enemigos.

- Pues vente conmigo,- me incorporo, tomándole las manos fuertemente.

- Imposible,- vuelve el rostro -. Si me voy contigo, los tuyos me fusilarán.

- ¿Entonces?

- Si te quedas, mis superiores te matarán. Es más, mucho me temo que me pidan a mí que te dé el golpe de gracia. Y yo no... no podría... Debes huir y vivir.

- Entonces... ¿nunca más nos volveremos a encontrar?

Zoro se tapa el rostro con las manos. Aquel gesto me hiela la sangre. Quería quedarme con él. A pesar de ser enemigos, conectamos enseguida, pero si nos quedamos juntos, uno de los dos acabaría muriendo. Y muy a mi pesar, me levanto, tomo mi ropa, me pongo los pantalones, avanzo hasta la puerta de la celda sin apartar mi mirada de él, me quedo unos instantes en el vano y huyo mientras me pongo la chaqueta.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario